Me convertí en el personaje olvidado de una fantasía oscura - Capítulo 1

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Capítulo 1

 

En el límite del bosque, donde el sendero conducía a la aldea, un resplandor anaranjado ardía a lo lejos, parpadeando con furia y atravesando el cielo ennegrecido.

 

—Lu Solar, Dios mío… Sabía que olía a algo quemándose —murmuró un miembro del grupo de vigilantes, con su único ojo fijo en la escena. Era evidente que más allá del bosque ardía un infierno.

 

—¿No dijiste que el espadachín estaba solo, capitán? —preguntó el tuerto, volviéndose hacia su líder.

 

Apoyado contra un árbol, el capitán del grupo—un hombre con la barba salpicada de canas—frunció el ceño.

 

—Debe ser un hechicero con una espada. Lo vi con mis propios ojos. ¿No me crees?

 

Sus ojos brillaban, listos para desenvainar en cualquier momento.

 

El tuerto esbozó una sonrisa ladina.

 

—Sólo lo confirmaba…

 

A diferencia de él, el capitán era un desertor del lejano ejército imperial, un espadachín hábil a pesar de su pasado.

 

—Capitán —intervino un hombre calvo y corpulento a su lado, mirando el bosque con nerviosismo. También era parte del grupo de vigilantes—. ¿No deberíamos cambiar de plan? Los magos siempre dan problemas…

 

—Exacto, capitán. Parece que ese incendio viene de la dirección del bastión Kobold —añadió el tuerto, aprovechando la ocasión—. Si ese mago fue capaz de arrasar con ellos él solo… Quizás sea mejor retirarnos.

 

El ceño del capitán se profundizó. Animado por su silencio, el tuerto continuó:

 

—No hay por qué arriesgar la vida por un trabajito extra, ¿no? Además, no parecía llevar mucho encima.

 

—…Ahh —El capitán cedió. Había formado ese grupo para “proteger” la aldea de los Kobolds. El peligro parecía real, pero en realidad, no lo era. Esas pequeñas criaturas demoníacas raramente salían del bosque y huían al menor indicio de amenaza.

 

El grupo era rentable. Recibían comida y bebida gratis como pago, y el trabajo extra era aún mejor: asaltaban a mercenarios agotados que no lograban destruir el bastión Kobold. Nadie lo había logrado jamás. Cuando se veían amenazados, los Kobolds defendían su hogar con furia suicida.

 

Así que el capitán y sus hombres aguardaban en el sendero, cazando a los mercenarios derrotados que huían del bastión. Los cadáveres los arrojaban en el bosque, y los Kobolds se encargaban del resto. Incluso si no encontraban víctimas vivas, hurgar entre los cuerpos por el día era suficiente. Los Kobolds solo querían la carne, no los objetos.

 

Una relación mutuamente beneficiosa. Y hoy no debía ser diferente.

 

—Idiotas —gruñó el capitán. Los demás se tensaron al oírlo, sin comprender del todo la gravedad hasta que vieron el infierno que se alzaba ante sus ojos.

 

—Si de verdad ese es el bastión Kobold ardiendo… ¿Qué importa nuestro trabajito extra? Podríamos perder el negocio principal mañana mismo —dijo el capitán.

 

El tuerto y el calvo abrieron los ojos, alarmados.

 

—Por eso mismo, hay que silenciar a ese hechicero. Por ahora, los aldeanos no deben enterarse de que el bastión fue destruido.

 

Asintieron en silencio. El calvo tragó saliva y preguntó:

 

—¿De verdad podemos… seguir engañándolos?

 

—Fingiremos que lo atacamos mañana. Traemos algo de botín y decimos que fue fácil gracias a lo que hizo ese mago. ¿Quién va a sospechar la verdad? —respondió el capitán.

 

—¡…!

 

—¡…!

 

Sus ojos se abrieron aún más. El capitán se encogió de hombros, despreocupado.

 

—Podremos seguir siendo los vigilantes de la aldea. Quizá hasta nos reconozcan oficialmente —añadió.

 

—Siempre tan listo, capitán —dijo el tuerto, lleno de admiración.

 

Pero pronto el calvo expresó su temor:

 

—¿Y si no ganamos? ¿Contra un mago rojo…?

 

—Por eso hay que atacar ahora, calvo cobarde. La magia no es un milagro infinito —le cortó el capitán—. Con llamas como esas, debe haber gastado toda su energía limpiando el bastión. No habrá recuperado su maná. Estamos en el ocaso de la magia. Un mago sin maná es más débil que un niño.

 

Pasó el pulgar por su garganta.

 

—Con un par de estocadas basta. He visto morir magos patéticamente en el campo de batalla.

 

—¿Y si aún le queda maná? —preguntó el calvo.

 

—La magia roja lleva tiempo de conjuro. Si algo parece raro, lanzamos las espadas primero —respondió el capitán.

 

Finalmente, una chispa de resolución encendió los ojos del calvo. Asintió con firmeza.

 

—Entendido, capitán.

 

Mentira. El capitán planeaba usarlos como carnada si era necesario. Confiaba más en su espada.

 

—No se preocupen —dijo con falsa calma, dando una palmada en el hombro del calvo—. Ningún gran mago vendría a un lugar tan remoto. Los verdaderos están encerrados en torres. Sigamos el plan como siempre…

 

Pero su voz se desvaneció. Agachado, miró hacia la oscuridad.

 

—Shh. Está viniendo.

 

—¡…! —El calvo y el tuerto se escondieron a ambos lados del camino.

 

Alguien se acercaba con pasos desiguales y lentos.

 

—Maldición, esto pesa… —gruñó una voz. El hedor a sangre, fuego y sudor los golpeó de inmediato. El capitán frunció el ceño al ver emerger la figura del mago. Era un desastre: cubierto de ceniza y sangre, sin capucha ni espada. Cojeaba de una pierna, cargando en brazos una cabeza con cuernos.

 

La cabeza de un Kobold. Uno anormalmente grande.

 

Ese hechicero había destruido el bastión Kobold. Una locura. El capitán reconoció al jefe Kobold. Sintió alivio.

 

Era ahora o nunca.

 

El mago no estaba en condiciones de conjurar. Cuando estuvo a distancia de ataque, el capitán hizo una señal. El calvo y el tuerto se levantaron en silencio, con las espadas listas. Incluso en la oscuridad, el metal relucía tenuemente.

 

—¿…? —El mago ladeó la cabeza, confundido. Ya era tarde para esconderse. Solo seis o siete pasos los separaban de él.

 

El capitán se alzó, confiado en su victoria.

 

—Será mejor que no des un paso más —dijo firme, empuñando la espada. El mago se detuvo.

 

—Ah…

 

—Ni se te ocurra abrir la boca. Y eso —señaló la cabeza que llevaba—, déjala en el suelo. Y tu vida será perdonada.

 

—… —Un momento de silencio. El mago bufó.

 

—Como desees.

 

Soltó la cabeza. Al caer, reveló su mano, que brillaba con magia azul.

 

—¡…! —Los ojos del capitán se abrieron.

 

—- ¡¿Cómo–?! —- Gritó instintivamente:

 

—¡Disparen!

 

Una saeta silbó desde atrás del mago. Alguien había disparado su ballesta.

 

Casi al mismo tiempo, una bruma gris surgió tras el mago.

 

—¡Aargh! —El calvo cayó de rodillas. La saeta se le clavó en el muslo.

 

—¡Ugh, aah! —No hubo tiempo para entender. El tuerto cargó contra el mago con un rugido, seguido del capitán.

 

Una ráfaga ardiente los empujó. La barrera de viento, que había desviado la saeta, duró apenas un instante.

 

Pero fue suficiente para que el mago juntara las manos.

 

Una ola de frío azul brotó de él, extendiéndose en círculos. Todo a su paso quedó congelado.

 

—¡…! —El tuerto, alcanzado de lleno, cayó desplomado.

 

Se oyó el hielo romperse al tocar el suelo. El capitán, justo detrás, tuvo más suerte.

 

—Ah, ah… —Sufrió quemaduras por frío en todo el cuerpo, pero vivía. El hechizo no era de largo alcance.

 

El mago lo miró, luego se volvió. Magia roja ya danzaba en su mano.

 

Siete pequeñas llamas flotaban a su alrededor. Lanzó seis hacia la retaguardia.

 

Aunque no fueron bien dirigidas, cumplieron su función.

 

—¡Aaaaah! —Los vigilantes ocultos fueron alcanzados.

 

—¡Sálvame, por favor! —gritó el calvo.

 

La última llama le alcanzó la cabeza, prendiéndola fuego. El resplandor iluminó el camino. A pesar del temblor, el capitán levantó la vista.

 

—¿Cómo… cómo puedes… usar fuego y hielo… al mismo tiempo?

 

Su experiencia como ex soldado imperial le decía que los magos solo usaban un elemento. Compartir conocimientos entre magias era tabú.

 

—¿Cómo qué?

 

El mago recogió la espada del capitán, fastidiado.

 

—Porque soy un personaje olvidado —respondió.

 

—¿Pe… personaje olvidado…? —alcanzó a decir el capitán. Fueron sus últimas palabras.

 

El mago le cortó la garganta sin ningún atisbo de piedad.

 

—Bastardos…

 

Suspiró, se agachó con familiaridad y saqueó el cuerpo. Una bolsita. La abrió. Chasqueó la lengua.

 

—Esperaba más con una espada tan decente.

 

Solo unas monedas. Registró a los otros dos. Algo más de calderilla.

 

Entonces, miró su mano.

 

—…Ya no me tiembla.

 

Recogió la cabeza del jefe Kobold.

 

—Ah, está fría…

 

Usando la espada como bastón, se alejó cojeando, dejando los cadáveres atrás.

 

La puerta de la taberna se abrió de golpe. Las conversaciones cesaron como cortadas con cuchillo. Todos miraron al recién llegado. Nadie gritó.

 

—…

 

Un hombre que parecía haber salido del infierno, cargando la monstruosa cabeza congelada de un Kobold.

 

Ignorando las miradas, fue hasta el mostrador.

 

Arrojó la cabeza encima de este último. El tabernero musculoso se despertó de golpe.

 

—¿Esto es…? Ah. Vaya.

 

Miró la cabeza y forzó una risa.

 

—En serio limpiaste el bastión. No me lo esperaba. Gracias.

 

El hombre no respondió. Levantó su mano derecha.

 

Una espada se clavó en la barra.

 

—¿…? —El tabernero palideció. Reconoció la espada.

 

—¿Te topaste con los vigilantes?

 

—Sí —respondió el hombre.

 

—¿Están todos muertos?

 

—Sí —repitió, mirándolo fijamente. El silencio se volvió pesado.

 

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó el hombre.

 

El tabernero sostuvo su mirada. Sus ojos, negros como pozos, eran tranquilos… y aterradores.

 

—…Lo hiciste bien —logró decir.

 

—Esos bastardos. Solo comían y bebían. Nunca ayudaron en nada, ¿cierto?

 

—¡Sí! —asintieron algunos parroquianos—. Se hacían llamar vigilantes, ¡pero eran ladrones!

 

—¡Una carga menos para el pueblo!

 

Un acto de supervivencia. Nadie osaría enfrentarse al hombre que aniquiló al bastión y al grupo entero.

 

—…Ya veo —dijo el hombre. Sacando la espada de la barra—. No habrán olvidado el pago, ¿verdad?

 

El tabernero tragó saliva y asintió.

 

—Como prometimos: una habitación y comida gratis de por vida. Podemos reunir unas monedas extra si quieres. No será mucho…

 

—Está bien. Solo quiero dormir —dijo, volviendo a ceñirse la espada—. Pero prepárame un baño caliente. Ahora.

 

—¡Enseguida! ¿Cuánto tiempo…?

 

—Hasta que yo lo diga —subió cojeando.

 

—Por cierto, nunca dijiste tu nombre. ¿Cuál es?

 

—Ian.

 

—¡Colguemos la cabeza en la pared! ¡Jajaja, qué fea!

 

—¡Igualita a ti! ¿Tienes ancestros Kobold?

 

—¿Qué dijiste, bastardo?

 

Las risas se oían hasta el piso superior.

 

—…Maldita sea, qué ruidosos —Ian, en la bañera, chasqueó la lengua. Ya era su tercer cambio de agua, pero aún se sentía sucio.

 

—Si al menos tuviera un jabón de pepino, no pediría nada más…

 

Rió solo. Pero luego se corrigió:

 

—No pediría nada más, que mentira…

 

Su verdadero deseo era otro: volver a su mundo original.

 

Se recostó en la bañera, mirando el techo lleno de telarañas.

 

—…No debí descargarlo ilegalmente.

 

Había sido hace un año. Desde entonces, estaba atrapado en este mundo… Uno que carecía de cosas “menores” como higiene básica y derechos humanos fundamentales.

 

Traducido por: Mel

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