El gato está en huelga - Capítulo 92

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Ries, acurrucado en el regazo de Justin, observaba fijamente a los humanos frente a él.

 

Había cinco invitados en la cena. Cuatro rostros desconocidos y uno que no quería volver a ver jamás.

 

Pero si debía elegir al más llamativo, no sería Diana, sino el anciano sentado a su lado.

 

‘¿Ese es el Sumo Sacerdote?’

 

No cabía duda. Las arrugas en su rostro irradiaban una autoridad que no podía ignorarse.

 

Los ojos de Ries se afilaron. Ese era el culpable de que su sueño de tener ropa nueva se hiciera trizas.

 

La noticia de la visita del Sumo Sacerdote había sacudido el castillo.

 

Todos los planes se pospusieron. Incluso la reunión con el mago quedó relegada.

 

Por eso, Ries insistió en acompañar a Justin a la cena.

 

Si la visita no tenía un propósito serio…

 

‘Le voy a morder.’

 

Estaba listo para vengarse. Los gatos no respetan a los ancianos.

 

Justin se sentó, atrayendo todas las miradas de los sacerdotes. La mesa estaba llena de platos que hacían agua la boca.

 

—Te guardaré tu parte para después.

 

Le susurró con ternura. Ries, acomodado en su regazo, asintió con su cabeza redonda.

 

—Miau.

 

Y luego le dio golpecitos en el muslo. Era una señal para que se concentrara en los invitados, pero Justin parecía disfrutar del contacto. Sus ojos se curvaron detrás de la máscara.

 

—¡Ah!

 

Alguien jadeó. Seguramente al ver a Justin sonreír. Por eso Ries le había avisado.

 

La cena comenzó con una tensión palpable. Solo se oía el tintinear de los cubiertos.

 

Justin, como anfitrión, tomó los cubiertos una vez por cortesía. No volvió a tocar la comida.

 

A alguien eso le incomodó.

 

—¿No va a comer, señor duque?

 

—No quiero quitarme la máscara frente a quienes temen mi maldición. No se preocupen por mí.

 

Su voz era serena, pero el contenido no lo era. Uno de los sacerdotes que había hablado sobre su rostro horas antes soltó un hipo.

 

Justin no guardaba rencor hacia él. Su atención estaba en otra persona: la mujer que ocupaba su lugar con descaro.

 

Diana frunció el ceño por un instante, luego sonrió.

 

Tal vez por no estar a solas, no mostraba miedo como antes.

 

Se limpió los labios con la servilleta y habló.

 

—No diga eso, señor duque. Ni el Sumo Sacerdote ni los demás sacerdotes piensan así. Yo tampoco.

 

—…

 

Las cejas de Justin se alzaron bajo la máscara. Ries frunció el ceño por él. Esa voz dulce le revolvía el estómago.

 

—Seguro recuerda que nuestra última reunión no terminó bien. Desde entonces, me he preocupado por usted. Me disculpo por haber actuado impulsivamente.

 

—¿?

 

Ries aguzó las orejas.

 

‘¿Qué está tramando?’

 

La disculpa parecía normal. Pero algo no cuadraba.

 

—Además, su rostro luce mucho mejor. Me alegra haber contribuido con mi tratamiento.

 

…Retiro lo de “normal”. Diana seguía siendo descarada.

 

Parecía convencida de que la recuperación de Justin era mérito suyo. Y lo decía con orgullo.

 

Miró de reojo a los sacerdotes. Como si esperara sus reacciones.

 

Los rostros pálidos de antes habían desaparecido. Ahora la miraban con incredulidad.

 

‘Ah.’

 

Ries lo entendió.

 

Tal vez Diana buscaba esa reacción. Era ingenua en muchas cosas, pero astuta en otras.

 

—No preguntaré por qué interrumpió el tratamiento sin avisarme. Pero aunque ahora se sienta bien, si sigue rechazando la cura, la maldición volverá.

 

Su voz era suave, llena de preocupación. Juntó las manos y suplicó.

 

—Por favor, considere retomar el tratamiento. Y además…

 

Una pausa. Bajó la mirada como una heroína herida y añadió

 

—He oído que la casa Laufe no olvida los favores. Así que le pido solo una cosa.

 

—…

 

—Tuve el valor de disculparme. Quiero reparar nuestra relación. ¿Podría usted… disculparse por haber sido grosero conmigo?

 

¡Gasp! Se oyeron respiraciones contenidas a los lados.

 

Pedirle disculpas al duque en su propia cena. Inaudito. Pero si todo lo que decía era cierto…

 

Si había curado su maldición y solo pedía una disculpa, era una petición sorprendente.

 

…Si todo fuera cierto.

 

‘Ridículo.’

 

Ries golpeó la pierna de Justin con la cola. Él conocía toda la historia. Nada de eso tenía sentido.

 

¿Disculparse? ¿Por qué? ¿Solo por decir “lo siento” ya se borran los errores?

 

Diana fingía ser inocente, pero su descaro seguía intacto.

 

Si nadie la detenía, sus mentiras se convertirían en verdad.

 

‘No puedo permitirlo.’

 

Ries pensó en golpearla. Ya había aguantado suficiente.

 

Tenía una excusa.

 

Una niebla negra rodeaba a Diana. Resonaba con la maldición de Justin. Prueba de que aún le guardaba rencor.

 

Podía golpearla para disiparla.

 

Saltó para hacerlo, pero una mano cálida lo acarició. Con más fuerza que de costumbre. Como si lo detuviera.

 

Se detuvo. Y entonces, Justin habló por primera vez.

 

—Solo quiero aclarar una cosa.

 

Todos lo miraron. Querían saber si aceptaría la petición.

 

Pero Justin fue firme.

 

—La traté con frialdad porque intentó llevarse a mi gato. Aunque haya hecho algo por mí o mi casa, eso no tiene relación.

 

—¡Pero…!

 

—Ries es mi familia. No quiero entregarlo a nadie.

 

Sus ojos parpadeaban, su voz era firme. No había nostalgia ni afecto por Diana.

 

—Así que lo siento. No me disculparé. No creo haber sido grosero. Y si pudiera volver atrás, haría lo mismo.

 

Era una respuesta fría para alguien que supuestamente podía curarlo. Pero Justin trazaba límites claros.

 

Los sacerdotes, que escuchaban atentos, empezaron a mirar nerviosos.

 

Diana cometió un error.

 

—¡Ese gato era mío!

 

—Eso no justifica quitarle su hogar. Y además…

 

Los ojos de Justin brillaron.

 

—Ries no parece quererte. ¿De verdad lo cuidaste?

 

Ries movió sus patas. Primero tímido, luego con cariño. Amasaba el regazo de Justin.

 

‘Recuerda lo que le conté.’

 

La historia de la casa del marqués Merillin. Justin la recordaba y la usaba para defenderlo. Eso le calentó el corazón.

 

Pero eso era cosa de Ries. Los demás no lo sabían.

 

La conversación pasó de maldiciones y favores… a gatos.

 

Los sacerdotes estaban perplejos.

 

‘¿Un gato? ¿Ahora?’

 

‘Esto se está saliendo de control.’

 

‘¿Le gritó al duque?’

 

Sus caras lo decían todo. La atmósfera se volvió helada.

 

Diana también notó el desastre. Pero no tuvo tiempo de arreglarlo.

 

El Sumo Sacerdote, que había guardado silencio, finalmente habló.

 

—Diana. Basta.

 

—Su-Sumo Sacerdote…

 

—Nos han recibido con generosidad, nos han ofrecido una cena espléndida. ¿Hasta cuándo vas a ignorar su cortesía?

 

Parecía defender al duque. Diana apretó los dientes. Tenía mil cosas que decir.

 

Yo lo curé. Solo yo puedo hacerlo. Me humilló, pero vine a disculparme…

 

La rabia y la frustración ardían en su pecho.

 

‘¿Por qué?’

 

No lo entendía. No quería entenderlo. Esa incomprensión arruinó todos sus planes.

 

Pero quien destruyó su sueño no fue Justin.

 

—Y además… Diana. Me temo que te equivocaste. No fuiste tú quien curó la maldición del duque Laufe.

 

Greus, el Sumo Sacerdote. Con una sola frase, derrumbó su realidad, su futuro, su perfección soñada.

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