El gato está en huelga - Capítulo 128

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Como si ya no pudiera soportar permanecer allí, Justín se apartó del lugar, y Ries lo siguió apresuradamente, con un segundo de retraso. En un instante, ambos desaparecieron, y el aire se volvió denso de silencio.

 

Las miradas cargadas de reproche se dirigieron al causante de aquella situación.

 

—¿…Por qué hizo eso?

 

—¿A qué te refieres?

 

—Podría haberme avisado antes. Le rogué que me dejara explicarlo, que me diera la oportunidad… ¿Cómo pudo hacerlo así, sin advertencia alguna…?

 

—¿Y si te hubiera esperado?

 

Ante la pregunta, carente de todo calor, los hombros semitransparentes de Hillein se estremecieron levemente.

 

—Ya es hora de que lo aceptes. Tu alma está casi agotada. Lo único que te mantiene aquí es un último hilo de apego.

 

—Pe-pero…

 

—Supongamos que te hubiera esperado, como pedías. ¿Cuánto tiempo te queda? ¿Un mes? ¿Dos semanas? ¿Una? ¿O… incluso menos?

 

—…

 

No hubo respuesta. Ante el silencio, Sepite exhaló un suspiro denso, como un carbón que aún arde.

 

—¿Cuándo pensabas decírselo? ¿Ibas a seguir postergándolo hasta desaparecer de repente un día cualquiera? Yo creo que ya he esperado lo suficiente.

 

—…Aun así. Aun así, esto fue… demasiado repentino. No quería decirlo así, sin preparación, sin cuidado. Estoy segura de que ese niño… debe de estar herido…

 

—Eso es algo que se teme cuando aún hay margen. Deja de huir y mira la realidad. Por mucho que lo hubieras postergado, por muy delicadamente que se lo hubieras dicho, él se habría herido igual.

 

De reojo, los ojos redondos de muñeca recorrieron el lugar vacío que había dejado quien ya no estaba. Como si no lo supiera. Como si no pudiera reconocer la desesperación que se filtraba en aquella voz que repetía que necesitaba tiempo.

 

Volvió a girar la mirada hacia Hillein. Los ojos de ella, ya empañados desde hacía rato, reflejaban su figura como una superficie de agua en calma.

 

—¿Todavía no conoces a tu hijo? Puede que se lastime, sí, pero nunca ha querido vivir en la ignorancia. Y menos aún si se trata de su familia.

 

—…

 

—¿De verdad quieres que ese chico, que por primera vez conoció lo que era una familia de verdad, tenga que ver cómo se marchita otra vez por su culpa, sin poder hacer nada?

 

Al final, ella no pudo responder. Ni siquiera fue capaz de articular una réplica automática, de esas que solía dar por instinto.

 

Solo entonces Hillein lo aceptó. Que fuera un mal momento, que temiera la reacción, que no estuviera lista… cualquier razón que se le ocurriera no era más que una excusa.

 

No quería decirlo. Quería evitarlo a toda costa. Quería que este momento durara para siempre… Pero ¿por qué ese deseo ardía con tanta fuerza?

 

Porque, en el fondo, ya sabía que no podía ser.

 

A propósito, se mordió los labios. No sintió dolor, porque ya no tenía cuerpo, pero aun así, esa presión bastó para despejarle un poco la mente.

 

—…Tenía razón, ancestro.

 

Aunque uno se retuerza, lo niegue, aunque grite y patalee una y otra vez, hay momentos que no se pueden evitar. Sí, como si fueran el destino.

 

Los ojos de Hillein seguían llenos de lágrimas, pero ninguna llegó a deslizarse por sus mejillas. Una sonrisa amarga se posó, leve, en la comisura de sus labios.

 

—Fui… sí. Fui muy egoísta.

 

Por fin, se atrevió a mirar de frente el desenlace que había evitado, a enfrentarse a su egoísmo, a su propia mezquindad. Entre los labios entreabiertos se escapó un suspiro que olía a arrepentimiento, a culpa, a todo lo que habita en sus márgenes.

 

Había vuelto a hacer algo imperdonable.

 

  

  ˏˋ꒰♡ ꒱´ˎ

 

—¡Justín!

 

Apenas tuvo tiempo de salir tras él. Justín ya se había marchado del despacho con paso decidido, y por más que Ries intentaba alcanzarlo, la distancia entre ambos no hacía más que crecer.

 

Al final, no tuvo más remedio que alzar la voz y gritar su nombre. Solo esperaba que nadie más en los alrededores hubiera oído el alboroto.

 

—Ah.

 

Justín se detuvo en seco y giró la cabeza.

 

Sus ojos, revueltos por una maraña de emociones, se abrieron con sorpresa. Al parecer, ni siquiera se había dado cuenta de que lo seguían.

 

—…Lo siento. No sabía que venías detrás.

 

—Está bien.

 

Tras dudar un instante, lo único que salió fue una disculpa breve. Ries soltó un largo suspiro mientras le tomaba la mano: era una mezcla de alivio por haberlo alcanzado y resignación ante esa costumbre suya de disculparse incluso por lo más mínimo.

 

La mano temblorosa, como siempre, le devolvió el agarre con firmeza.

 

Tiró suavemente de él hacia adelante, y Justín volvió a caminar. Pero esta vez, su paso no era apresurado. Se dejó llevar al ritmo de Ries, sin oponer resistencia.

 

‘¿A dónde vamos?’

 

Había un problema. Ries también había salido sin pensar, sin un destino claro. Miró de reojo a Justín.

 

Aunque le sostenía la mano entrelazada, sus ojos seguían cargados de pensamientos. No había salido con un rumbo, solo porque ya no podía quedarse en el mismo lugar. Estaba claro que también caminaba a la deriva.

 

‘Hmm.’

 

Qué situación. Ries frunció los labios, incómodo.

 

No podían vagar sin rumbo por el palacio. Y con las manos entrelazadas de esa manera, no sería raro que al día siguiente los rumores corrieran entre los sirvientes.

 

Lo mejor sería salir al exterior. Tiró de su mano una vez más.

 

—Pues… caminé sin rumbo y acabé aquí. ¿Te parece si tomamos un poco de aire?

 

A diferencia de su salida impulsiva, no tardaron en encontrar un lugar donde descansar. Ries alzó la vista hacia el árbol que se alzaba frente a ellos.

 

Quizás porque ya habían estado allí antes, las hojas del viejo árbol parecían más frondosas que la vez anterior, agitándose suavemente sobre sus cabezas.

 

Todo seguía tan vívido como si hubiera ocurrido ayer: aquella voz que le hablaba en susurros, la lluvia que cayó de pronto, el árbol que les sirvió de refugio, y Justín, empapado hasta los huesos por quedarse solo.

 

Mientras repasaba aquellos recuerdos, Justín se movió de pronto. Igual que entonces, extendió su abrigo bajo el árbol, sobre la raíz.

 

—Siéntate aquí.

 

—…

 

No cambia nunca. A pesar de todo lo que debe estar pasando por su cabeza con lo de Hillein, seguía pensando en los demás. Ries se sintió agradecido… y también un poco avergonzado.

 

En lugar de sentarse de inmediato, jugueteó con los dedos.

 

—…No tenías que hacer tanto.

 

Ya cuando era un gato le parecía excesivo. Ahora que era humano, ¿cómo no iba a parecerle aún más?

 

Pero Justín no retiró el abrigo, ni siquiera ante esa pequeña protesta. Si no se sentaba por su cuenta, parecía dispuesto a obligarlo, así que Ries no tuvo más remedio que acomodarse con cuidado sobre la tela extendida.

 

Lo único que le quedaba era soltar una queja medio en broma.

 

—Un asistente sentado sobre el abrigo de su superior… Si alguien nos viera, seguro se escandalizaría y trataría de separarnos.

 

—Lo hice porque quise. No tienes por qué preocuparte.

 

La voz con la que respondió sonaba más firme que antes. Parecía haberse calmado un poco desde que recibió la noticia.

 

Justín se sentó a su lado. No había puesto nada bajo él, así que sus pantalones se mancharían de tierra, pero no parecía importarle. Tampoco tenía otro abrigo que ofrecerle. Ries lo miró de reojo, luego al cielo, donde se acumulaban nubes suaves como algodón.

 

—…

 

—…

 

Cuando salió tras él, solo pensaba en eso: consolarlo, estar a su lado… Era una promesa vaga, pero sincera.

 

Aunque, si alguien hubiera visto la expresión que Justín tenía en ese momento, habría sentido lo mismo. Simplemente, no podía dejarlo solo. No quería dejarlo solo.

 

Pero ahora que estaban allí, encontrar las palabras adecuadas era como intentar atrapar una estrella.

 

Y sobre todo… las imágenes de hace unos minutos volvían a cruzarse por su mente.

 

—Así que… lo que quiso decir es que no debo estar a su lado.

 

La voz de Justín, temblorosa y deshecha. Sepite, que no respondió. Hillein, incapaz de ocultar su rostro lívido.

 

El silencio que se apoderó del aire entonces… era difícil de olvidar. Aunque no era solo por eso. Ries cerró los ojos con fuerza.

 

“Si me quedo a su lado… desaparecerá.”

 

La revelación repentina de Sepite fue como un golpe en la nuca también para Ries.

 

Sabía, como todos salvo Sepite, que las almas sin cuerpo causaban dolor a Justín cuando se le acercaban.

 

Pero que ese dolor se intensificara con el tiempo hasta rozar la aniquilación… eso sí que no lo sabía.

 

Una oleada de emociones sin nombre le subió por dentro. ¿Traición? ¿Culpa? ¿Preocupación? ¿O tal vez un miedo difuso, el presentimiento de que este encuentro podría terminar en desgracia?

 

Era difícil ponerle nombre a algo. Tal vez porque, en el fondo, sentía que todo había comenzado con su propia propuesta a Hillein.

 

Los pensamientos se le agolpaban sin fin, pero Ries no tardó en plegarlos con firmeza. Al menos por ahora, debía concentrarse en Justín, que estaba justo frente a él.

 

Eligió las palabras con cuidado, una y otra vez. ¿Qué podía decir para consolarlo? ¿Qué podía decir para aliviar su culpa?

 

Pensó y pensó, hasta que por fin abrió la boca.

 

—Dime… ¿la odias?

 

La pregunta que se le escapó era casi tan simple como preguntar por un gusto. Su torpeza para consolar seguía intacta.

 

Justín negó con la cabeza.

 

—…No. No tengo derecho a hacerlo.

 

—¿Entonces? ¿Te da miedo que desaparezca?

 

—…

 

No respondió de inmediato. No se sabía si dudaba o si buscaba las palabras. Bajó la mirada, en silencio.

 

—…Si tengo que decirlo así, sí.

 

“Si tengo que decirlo así.” Una elección de palabras difícil de interpretar. Su voz, quebrada, dejaba entrever la lucha interna.

 

La presión de su mano entrelazada con la de Ries se hizo apenas más fuerte.

 

—Pero más que la culpa que debería sentir por saber que ella sufre por mi culpa… por saber que podría desaparecer por mi causa…

 

—…

 

—…Me duele más saber que ya no queda mucho tiempo para estar con ella.

 

Sus ojos, apagados, temblaban con fragilidad.

 

Ah. Ya lo entendía. Aunque no dijera más, Ries podía intuir por qué Justín sufría tanto.

 

Se odiaba por sentir más pesar que culpa. Por aferrarse más al deseo de permanecer que al deber de dejar ir.

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