El gato está en huelga - Capítulo 123
Aquel extraño enfrentamiento se prolongó hasta que Sepite, que se había marchado de un portazo tras avivar el fuego de la discordia, decidió regresar. Una muñeca se deslizó con rapidez por la rendija de la puerta entreabierta y, al ver el panorama que se desplegaba ante sus ojos, lo examinó con minuciosidad.
Un humano, de pie, completamente desconcertado. Y otros dos, abrazados con fuerza en medio del despacho. Con solo ver el rostro encendido de uno y los brazos del descendiente, que no parecían tener intención de soltarse, se podía deducir lo ocurrido.
—Por lo que veo… ¿ya aclararon el malentendido? Uf, al menos ya no tendré que presenciar más escenas patéticas. Pensé que me iba a desvanecer de la frustración.
Gruñó brevemente. Su instinto le decía que la relación entre los dos había mejorado.
—…Felicidades.
Ketir también rompió el silencio, aunque con algo de retraso.
Eso sí, su expresión era una mezcla de una cucharada de alivio y unas diez de resignación, al darse cuenta de que tendría que presenciar esa empalagosa escena a corta distancia de ahora en adelante.
Míralos, aún pegados el uno al otro, mientras un subordinado y un ancestro los observan en fila. No podía evitar sentir un mal presentimiento (o más bien una certeza) de que esa imagen se repetiría con frecuencia.
Claro que Sepite no lo veía con tanto pesimismo.
No es que tuviera afición por entrometerse en asuntos amorosos ajenos ni por observarlos, pero… ¿acaso esos dos eran ajenos? Uno era su descendiente, y el otro, el salvador de ese mismo descendiente.
Incluso un fantasma con siglos de existencia no puede evitar que el corazón se incline hacia los suyos.
Ver a ese muchacho, que siempre había sido como un dedo herido, encontrar la felicidad con alguien que no le faltaba en nada, le provocaba una oleada inevitable de alivio y satisfacción.
Pero una cosa no quita la otra. Había venido por un motivo.
Sepite se dirigió a los dos, que apenas ahora empezaban a separarse con timidez. O más bien, se dirigió a Ries, cuyo rostro seguía encendido como una brasa.
—Oye, mocoso. ¿Le explicaste bien?
—Eh…
La pregunta venía sin contexto, pero Ries entendió perfectamente a qué se refería. Sus ojos, aún cargados de calor, rodaron nerviosos de un lado a otro.
Al notar cómo evitaba su mirada con torpeza, Sepite chasqueó la lengua. Estaba claro que se le había olvidado, distraído como estaba con otras cosas.
—…No. Aún no.
—Tsk, ya me lo imaginaba.
Bueno, tampoco es que no pudiera explicarlo ahora.
Ya que venía de hablar con la interesada, Sepite no tenía reparos en revelar la existencia de Hillein.
Pero antes de eso… Su mirada giró bruscamente y se posó con fijeza en el otro humano, que seguía allí, incómodo, sin saber qué hacer.
Él tampoco sabía exactamente cómo se había desarrollado todo.
—¿Tú también quieres saber?
—¿E-Está hablando de mí?
Un respingo. Ketir, convertido de pronto en blanco de atención, se estremeció visiblemente. Incluso, algo poco común en él, tartamudeó. Tragó saliva en seco mientras lanzaba miradas nerviosas a su alrededor.
—……
Y en ese mismo instante, una intuición lo golpeó de lleno.
‘Si me entero, me voy a meter en problemas.’
Quien desea saber más, debe estar dispuesto a cargar con las consecuencias.
Ahí mismo tenía el ejemplo: por saber que dentro de esa muñeca habitaba el alma del antiguo duque, había terminado encargándose de su colada… no, de su baño. Y eso que ya estaba hasta el cuello de trabajo. Solo había conseguido más.
Y esta vez, tenía la certeza (difícil de poner en palabras, pero innegable) de que pasaría lo mismo. No quería más complicaciones.
Su mirada temblorosa se volvió súbitamente suplicante. Aferrándose a un delgado hilo de esperanza, preguntó:
—¿Tengo opción de elegir?
—Claro. Si no quieres saberlo, puedes irte ahora mismo.
—Entonces, con su permiso…
Por suerte, aunque delgado, el hilo era resistente. En cuanto escuchó la respuesta que deseaba, Ketir se dio la vuelta sin dudarlo.
La mirada atónita de Ries se posó en su espalda, que se alejaba a toda prisa. Aquel que solía transparentar sus emociones con una claridad casi desconcertante, cerró la puerta tras de sí y desapareció.
—Sabía que haría eso.
Sepite negó con la cabeza, sin sorpresa alguna. De hecho, por eso mismo le había dado la opción.
Clic. El rostro redondo de la muñeca giró. Sus ojos negros, incrustados como cuentas, se clavaron en el joven que aún parecía atrapado en un sueño.
Y entonces preguntó, sin rodeos:
—Tú. ¿No te gustaría ver a tu madre?
El problema era que lo dijo con demasiada franqueza.
Ries, que apenas empezaba a recuperar el aliento, se sobresaltó y alzó la voz, nervioso:
—¡E-espera, espera! ¿Por qué lo dice así? ¡Es demasiado directo!
—¿Y qué? ¿Acaso dije algo falso? Mejor así que andar con rodeos.
—No, no es que sea mentira, pero… ¡aun así!
Ries se llevó una mano a la frente, frunciendo el ceño con fuerza. Una cosa es ser directo, y otra esto. Habiendo hablado del tema con Justin en más de una ocasión, lo sabía bien.
Después de todo, las únicas figuras familiares que había conocido eran un tío codicioso y un padre biológico que lo maltrató cegado por el amor. ¿Cómo iba a asentir con gusto si le preguntaban algo así, de sopetón?
El vértigo de la confesión repentina y su inesperado éxito empezaba a disiparse, y la realidad, que había huido a lo lejos, volvía a instalarse en su cabeza. Tenía la sensación de que le tocaría a él dar las explicaciones.
Lentamente, volvió la mirada hacia Justin. Y, como era de esperarse, encontró en sus ojos una mezcla de desconcierto y suspicacia. Parecía preguntarse si había oído bien.
Ries abrió la boca con cautela, midiendo cada palabra.
—Yo… Justin. No me malinterpretes y escúchame bien. ¿Recuerdas cuando conociste a tu pa… no, a Edler Laufe?
—Sí.
Llamarlo “padre” le parecía un título demasiado generoso, así que corrigió la palabra un segundo después. Justin asintió con el ceño fruncido.
—Hillein… es decir, tu madre, también se quedó en la residencia ducal, igual que ese tipo. Esa con la que decían que yo tenía algo… era ella. ¿Sabes lo injusto que fue todo eso para mí? Justo tenía que circular ese rumor… No, no, me estoy desviando.
Estuvo a punto de irse por las ramas. Agitó la cabeza para despejarse y volvió a mirar con cautela al que tenía enfrente.
—…Ya veo.
—Ajá. Por eso te pregunto… ¿te gustaría verla?
—……
—Es… es una persona muy buena. Me dijo que se quedó aquí todo este tiempo porque quería verte crecer. Sé que no tienes buenos recuerdos de tu familia, pero… ella es distinta. ¿Qué tal si hablas con ella, aunque sea un momento?
Justin no respondió.
Ries extendió la mano con suavidad y tomó la suya. La piel aún cálida del otro se acopló con delicadeza a su palma. Con el pulgar, acarició con ternura los callos endurecidos.
Lo observó con atención y preguntó en voz baja:
—¿Te incomoda? Si necesitas más tiempo, está bien.
Un leve estremecimiento recorrió la piel en contacto. Los ojos de Justin, que parecían haberse apagado, volvieron a llenarse de luz.
—…No.
Apretó con fuerza la mano que sostenía. Justin le devolvió el gesto, firme.
Entonces alzó la vista hacia su ancestro, que flotaba frente a ellos.
Era difícil adivinar qué pensaba con esos ojos negros como cuentas y esa boca apenas delineada con hilo. Salvo en momentos muy concretos, resultaba imposible leerle el rostro.
Y aun así, sabía que lo cuidaba. Igual que Ries, que en ese instante le sostenía la mano con tanta firmeza.
—Quiero verla.
—Buena decisión. Sabía que dejarlo en tus manos era lo correcto.
—…¿No me diga que lo hizo a propósito?
—Claro. ¿Tú crees que me iba a hacer más caso a mí que a ti?
—……
Tras ese asentimiento escueto, siguió un breve intercambio de palabras. Mientras escuchaba las voces de quienes lo querían, Justin se quedó rumiando una sola palabra.
“Madre.”
La mujer dulce y frágil que lo sostuvo hasta su último aliento. La primera de su familia en dejarlo. Así se lo habían contado, así la había imaginado.
Si ella siguiera viva, también lo habría despreciado, lo habría odiado. Justin nunca lo dudó. Pero al parecer, los demás no pensaban lo mismo.
—Me dijo que se quedó aquí todo este tiempo porque quería verte crecer.
La voz que le llegaba al oído, aunque atenta a su reacción, no contenía ni una pizca de duda. Lo decía de verdad.
Que su madre se había quedado en este mundo solo para verlo. Que, aunque había muerto por su culpa, no lo culpaba en absoluto…
Demasiado perfecto para ser cierto. Una visión del mundo tan luminosa no tenía cabida en su vida, siempre teñida de grises y llena de aristas.
Pero desde que conoció a Ries, su vida había empezado a cambiar. Y, sobre todo, quien decía eso no era otro que él… y su ancestro. Aquello que había considerado una verdad inquebrantable comenzaba a resquebrajarse, poco a poco, con un crujido sordo.
—Estos días he estado viendo mucho a Hillein. Es muy guapa y, bueno, a veces tiene un lado algo travieso, pero es realmente dulce.
—¿De verdad?
—Sí. Estoy seguro de que te va a caer bien. Tú y Hillein… se parecen un montón. Sobre todo cuando sonríen. Ella también entrecierra los ojos así, como tú, cuando me sonríes. Si los vieras a los dos sonriendo uno al lado del otro, cualquiera sabría que son familia.
Cuando volvió en sí, Ries ya había dejado de discutir con Sepite y hablaba sin parar.
No solo se le notaba emocionado, sino que su voz chispeaba de entusiasmo. Ahora entendía por qué había puesto esa cara de indignación cuando lo acusaron injustamente.
Y, al mismo tiempo… todo le resultaba extrañamente ajeno.
Esa voz que le decía que lo quería. Ese rostro que asentía con ternura incluso después de haber escuchado su verdad. La existencia de una madre que, según decían, no lo culpaba…
Era tan irreal que, de no ser por la sensación en su mano, habría pensado que todo era un sueño.
No quería perder ese calor suave y afectuoso, así que apretó un poco más la mano que sostenía.
—Justin, ¿me estás escuchando?
—Sí. Te escucho.
Asintió hacia quien le acariciaba el dorso de la mano.
Escuchó con atención esa voz que parecía flotar, recogió las risas dispersas y las guardó en lo más hondo de su pecho, y grabó una y otra vez en su memoria ese rostro que irradiaba alegría.
Como si fuera mentira, toda la ansiedad se desvaneció. Sintió, sin razón aparente, que todo iba a estar bien.
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