El gato está en huelga - Capítulo 120

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 Ries no tenía espacio mental para considerar las circunstancias del otro. Levantó una pata delantera y dio golpecitos al Sepite, que volaba bajo, cerca del suelo.

 

—¡Meoong! ¡Niyng! ¡Meong!

 

—¡Está bien, está bien, maldito! ¡Ya entendí, así que deja de empujar!

 

Maullidos agudos y una pata que lo urgía sin descanso. Sepite, atrapado sin tiempo para resistirse, soltó un largo suspiro y transmitió las palabras de Ries.

 

—Oye, esa rumorología… ¿el descendiente también lo sabe?

 

Solo tardó un poco en encontrar las palabras adecuadas.

 

Era un asunto de considerable gravedad también para Sepite. Saberlo o no saberlo. Según la respuesta, el nivel de desastre a contener podía variar.

 

Y ante esa bifurcación, Ketir levantó la mano con el rostro sombrío.

 

—…Probablemente sí.

 

—…

 

—…

 

Y entonces llegó el silencio.

 

“Estamos jodidos.”

 

La frase que cruzó por la mente de los tres era casi idéntica.

 

  ˏˋ꒰♡ ꒱´ˎ

 

Ries corrió hasta el despacho, dejando atrás a Ketir. Asomó la cabeza por la puerta, que se abrió suavemente sin emitir ruido. Al fondo, Justín estaba sentado correctamente frente al escritorio.

 

A simple vista, parecía estar como siempre. Pero Ries, que lo había observado durante mucho tiempo, lo sabía.

 

El cuerpo inmóvil, los documentos rígidos que llevaban rato sin moverse del mismo sitio. Era evidente que no podía concentrarse en el trabajo.

 

El rostro cubierto por la máscara tardó en devolverle la mirada.

 

—…Ries.

 

—Nya, Myaoung.

 

Con la voz quebrada, Ries se deslizó dentro sin pensarlo más.

 

¿Has vuelto bien? ¿Cómo estuvo el paseo de hoy? ¿Hay algo que te moleste? Las preguntas que solían surgir sin falta cada vez que regresaba, hoy ni siquiera asomaban.

 

“Lo sabía… ¡Claro que lo sabe!”

 

El circuito de esperanza que intentaba girar a la fuerza en un rincón de su mente se hizo añicos. La cola que le brotaba de la espalda empezó a agitarse sin rumbo.

 

Aunque no lo reconociera conscientemente, era una prueba de que la ansiedad lo dominaba desde hacía rato. Y cómo no iba a ser así.

 

Desde que se dio cuenta de sus propios sentimientos, habían pasado, como mucho, cinco días.

 

Y eso gracias al empujón de alguien cercano —o más bien, de un fantasma— que no soportaba más la frustración. Ni siquiera había logrado abrir la boca para hablar del tema con Justín, mucho menos para confesarle nada.

 

¿Una sospecha de encuentro secreto, así de la nada?

 

“Debo aclararlo.”

 

Tenía que hacerlo. Aunque sabía que para explicarlo todo tendría que hablar inevitablemente de Hillein, y aunque hasta ahora había hecho todo lo posible por evitarlo, tomó esa decisión como si algo lo arrastrara.

 

Sus ojos ya llevaban rato medio vueltos. Estaba a punto de cambiar de forma para facilitar la comunicación cuando, de pronto, una pata delantera fue atrapada.

 

Cuando volvió en sí, Justín ya estaba justo frente a él. Incluso con la visión felina, no había podido seguir la velocidad con la que se acercó.

 

—Ries.

 

—…¿Meong?

 

Y sin embargo, la mano que le sujetaba la pata lo hacía con una delicadeza tal que uno podría creer que sostenía una pluma, y la voz que murmuraba su nombre era de una suavidad insólita.

 

En cuanto sus ojos, que vagaban sin rumbo, se posaron en su dueño…

 

—…¡!

 

Ries se tensó por completo, sin darse cuenta.

 

Cuando la confusión se disipó y las emociones desbocadas se calmaron, y pudo concentrarse plenamente en el otro, como siempre, empezó a ver lo que antes no veía.

 

La niebla negra que envolvía a Justín.

 

Recordó la última vez que la había visto. Se aferraba al cuerpo de su amo con una viscosidad casi obscena, pero comparado con entonces, su intensidad había disminuido bastante.

 

Era el resultado de haber golpeado sin descanso a quienes albergaban malas intenciones hacia él.

 

Pero ¿y ahora? Las pupilas gris plateado atravesaron la máscara, escrutando aquello que se había enroscado en el cuerpo de Justín.

 

Una forma que ondulaba con inquietante viveza. Como si imitara la respiración de un ser vivo, una maraña de hilos negros, enredados entre sí, se hinchaba y se desinflaba una y otra vez.

 

No era que hubiera crecido… No. Había vuelto a cobrar vida. Como si aquello que se había mantenido en silencio, temeroso de ser purificado, de pronto estirara las piernas y se pusiera cómodo.

 

“…¿Por qué?”

 

No podía entenderlo.

 

Es cierto que últimamente no había habido avances en la purificación. Pero era de esperarse. ¿Acaso una maldición se adhiere a cualquier cosa? Si no hay emociones lo bastante densas, ni siquiera se molesta en mirar.

 

Y sin embargo, ya hacía bastante que Justín permanecía en la sede central.

 

Con la purga masiva de los secuaces de Averitt, ya no quedaban muchos que pudieran tentar a la maldición. En otras palabras, la situación se había estancado.

 

Claro que nunca había sentido una amenaza real. Su instinto le decía que lo único que necesitaba era un poco de paciencia. Pero en este preciso instante…

 

“¿Me equivoqué?”

 

Por primera vez, Ries dudó de su juicio.

 

¿Será que, si no se interviene durante cierto tiempo, la maldición se regenera? Si eso fuera cierto, sería un error garrafal. De esos que se sienten hasta los huesos. Debería haber pedido consejo a Sepite, al menos.

 

Una vez que la hipótesis negativa echó raíces en su mente, empezó a crecer de forma desmesurada incluso en el breve instante de un parpadeo.

 

—…Ries. Yo, yo…

 

La voz volvió a susurrar. Palabras inconexas, ni siquiera un comienzo claro, más bien un balbuceo. Pero para Ries, sonaban como una súplica desesperada.

 

Fue entonces cuando empezó a notar los detalles más sutiles.

 

La mirada inestable, la respiración entrecortada, el temblor en las puntas de los dedos… La piel pálida que apenas se asomaba entre el cuello de la camisa estaba empapada en sudor frío.

 

Como en aquellos días, no tan lejanos, en que su amo se estremecía cada noche por el dolor que le provocaba la maldición. Thump, su pequeño corazón cayó al fondo.

 

“No.”

 

Como una marea que se alza, el miedo, la ansiedad y una vaga sensación de terror empezaron a invadir su mente. Los pensamientos tropezaban entre sí.

 

Necesita el medicamento que alivia el dolor. ¿Dónde lo guarda Justín? Hace tiempo que no lo ve tomarlo. Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo actuar? No quiere quedarse mirando sin hacer nada.

 

Y entonces, una cara se le viene a la mente. La última persona que vio antes de llegar al despacho. Aquella que solía encargarse de los medicamentos de Justín cuando vivía en la casa de la capital.

 

Ketir.

 

Tenía que ir tras él de inmediato y contarle lo que estaba pasando. Y conseguir el medicamento…

 

—Tsk tsk, qué torpe eres para controlar tus emociones. ¿No vas a espabilar, mocoso?

 

El hilo de pensamientos se cortó de golpe. La voz, que sonaba como una ligera reprimenda, hizo que Ries girara instintivamente hacia Sepite. O al menos, intentó hacerlo.

 

Pero Sepite ya no estaba allí.

 

Cuando Ries giró la cabeza, Sepite ya había dejado tras de sí el rastro de su cola temblorosa y se había lanzado como un proyectil hacia adelante.

 

¡Thwack! Un sonido brutal resonó en el despacho.

 

Y su destino, al parecer, fue el rostro de Justín.

 

Cuando Ries volvió a mirar, su amo se tambaleaba, sujetándose la máscara. Sus ojos, fuertemente cerrados, mostraban un tipo de dolor distinto al de antes.

 

La reprimenda se volvió más severa.

 

—Sabes bien que todas esas emociones negativas que albergas son el alimento perfecto para la maldición que parasita tu cuerpo. ¿Acaso piensas criarla tú mismo, después de que tanto costó liberarte?

 

—…Yo…

 

—¿Ah, sí? ¿Ni así vas a controlarte? Pues adelante, déjala suelta. Tengo curiosidad por ver qué pasa cuando esa bestia se desboca. No hace falta ser adivino para saber que este mocoso y yo vamos a quedar atrapados contigo.

 

—…¡!

 

Y entonces ocurrió algo inesperado.

 

La niebla que se retorcía empezó a perder fuerza. Al principio parecía resistirse, saltando de vez en cuando, pero pronto se disipó por completo.

 

En menos de unos minutos, la maldición de Justín volvió a estar tan tranquila como Ries la había visto en otras ocasiones.

 

Apenas tuvo tiempo de quedarse mirando aquella escena con la mente en blanco, cuando unos ojos rojos, marcados por una profunda culpa, captaron su atención.

 

Poco después, él se disculpó con voz sombría.

 

—…Lo siento. No era… mi intención hacerte daño.

 

—…¿Nya? ¿Meong?

 

Ries ni siquiera pensó en retirar la pata delantera que aún tenía atrapada. Solo abrió y cerró la boca, sin emitir sonido. La confusión, como una ola, le revolvía la mente a su antojo.

 

“¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí…?”

 

Todo había ocurrido con demasiada rapidez. Primero, el estado de su amo se deterioró de golpe; luego, tras intercambiar unas palabras que solo ellos parecían entender, de pronto todo volvió a la normalidad.

 

Por suerte, una breve explicación vino a continuación.

 

—¿Sabes cuál es el mejor nutriente para una maldición? Las emociones del huésped. Odio, codicia, celos, complejo de inferioridad… todo eso es un festín para ella. Y con lo seca que debe estar ahora, gracias a tu intervención, seguro que se lanza sobre cualquier cosa con desesperación.

 

Lo que significaba que…

 

La mirada de Ries volvió de inmediato a su amo. Las pupilas, contraídas al máximo, examinaron con detalle el estado de Justín.

 

—Ay, estos dos… siempre igual. Mientras sigas dando vueltas por aquí, no hay de qué preocuparse. ¿De verdad crees que este descendiente cobarde y tímido podría hacerte daño?

 

—Meong…

 

Pero aun así…

 

Las palabras, todas a medio formar, se sucedían con insistencia. La voz, que al principio parecía un murmullo, fue tornándose cada vez más gruñona, hasta que finalmente estalló en un grito.

 

—¡¿Todavía no lo entiendes, mocoso?! ¡Está celoso, celoso! ¡Si lo dijera de una vez, todo se resolvería! Pero no, ahí sigue, dando vueltas como si quisiera recorrer el imperio entero. ¡Válgame!

 

¡Clac! Fue entonces cuando el cuerpo de Ries se quedó rígido.

 

El muñeco frente a él agitó sus pequeñas aletas como si se golpeara el pecho, pero ya hacía rato que había dejado de captar su atención. Una sola palabra, amarga y punzante, llenaba su cabeza.

 

“¿Celos…?”

 

Cuando su cola, erguida por la emoción creciente, empezó a temblar con fuerza…

 

Justín, que no había soltado su pata en ningún momento, respiró hondo y por fin habló.

 

—Eres el único.

 

Su voz aún arrastraba los ecos de la maldición, que no terminaba de disiparse.

 

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