El gato está en huelga - Capítulo 119

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Han pasado tres días desde que empezó a repetir los “ejercicios” con Hillein frente a él.

 

—Dicen que últimamente tú y Justin están algo distantes. ¿Acaso… es por mí?

 

—Cof.

 

Ahora, incluso al escuchar ese tipo de comentarios justo frente a su nariz, Ries había alcanzado el nivel de poder mantener la materialización sin desvanecerse.

 

La tos se le escapó sin remedio y las puntas de los dedos le temblaron, pero la figura frente a él seguía firme. Era un progreso notable.

 

Aun así, no había forma de evitar esa sensación de desconcierto. No tenía ni idea de dónde había sacado semejante comentario.

 

Sobre todo…

 

‘…La elección de palabras deja que desear.’

 

No pudo evitarlo: el calor le subió a las orejas, que se tiñeron de un rojo suave.

 

Aunque lo hubiera admitido, acostumbrarse era otra historia. Ries se frotó las orejas ardientes una y otra vez. Por suerte, ya lo había vivido antes, y sabía que bastaba con respirar hondo varias veces para que el cuerpo volviera a la normalidad.

 

Fue justo cuando soltaba un suspiro largo y delgado.

 

—¿?

 

Un escalofrío extraño le recorrió el cuerpo, y Ries bajó la mirada hacia la escalera. Le picaba la nuca, como si alguien lo estuviera observando. Una sensación extraña, difícil de ignorar.

 

Sin embargo, por más que afinó la vista y aguzó el oído, no percibió presencia alguna. Sepite ladeó la cabeza.

 

—¿Qué pasa? ¿Por qué esa cara?

 

—Sentí que alguien me estaba mirando…

 

—Hmm. Yo no noté nada.

 

—¿Eh? ¿Había alguien?

 

Parecía que solo él había sentido algo. Los dos fantasmas no mostraban señales de incomodidad. Ries frunció el ceño por un momento.

 

‘Que Hillein no lo note, vale. Pero ¿Sepite tampoco?’

 

La balanza, que hasta entonces se mantenía en equilibrio, se inclinó hacia un lado. ¿Habrá sido solo una ilusión?

 

Al ver los ojos parpadeantes frente a él, llenos de interrogantes, la duda empezó a disiparse. Al final, negó con la cabeza y descartó la sospecha.

 

—Debí imaginarlo.

 

‘¿Quién se tomaría la molestia de husmear en este desván?’

 

Aquí fue donde Ries cometió dos errores.

 

Primero, confiar ciegamente en Sepite. Tras el incidente de Edler, había agotado sus fuerzas hasta el punto de que su sensibilidad espiritual se había reducido al nivel de un humano común. Ries no lo tuvo en cuenta.

 

Segundo, no haber recordado una superstición que trasciende épocas, culturas, nacionalidades y razas.

 

“¡El ‘por si acaso’ es lo que acaba atrapando a la gente!”

 

Tras terminar su breve encuentro con Hillein, Ries se topó con un caballero mientras regresaba junto a Sepite. Un hombre de complexión grande y rostro apacible, como una papa cocida. Lo había visto con frecuencia últimamente.

 

Tal vez acababa de ducharse después del entrenamiento, porque desprendía ese aroma limpio y tibio que uno asociaría con ropa recién tendida al sol.

 

Aún recordaba con claridad las veces que habían conversado mientras él llevaba la apariencia de “Rienstein Elton”. Así que su nombre era…

 

—¿Derek? ¿Ocurre algo?

 

Ries recordó el nombre enseguida. El rostro del otro, encendido como si hubiera corrido hasta allí, destacaba más que de costumbre. Y no era lo único.

 

Los otros caballeros, agrupados al fondo, también llamaban la atención.

 

Se habían escondido tras la esquina del pasillo, intentando disimular su presencia, pero era inútil. Ries era un suin: aunque su aspecto fuera humano, su oído era tan agudo como el de un gato.

 

Así que no había forma de que no notara a los demás. Y menos aún estando completamente alerta.

 

‘¿Lo dejo pasar o no?’

 

La duda lo asaltó.

 

Pero su acompañante no parecía dispuesto a hacerles el favor. Sepite, que había volado discretamente por el suelo, apareció de pronto en el campo visual de los que se ocultaban, sin previo aviso.

 

—¿Qué hacen aquí?

 

—¡Aaaah!

 

—¡Kyaaaah!

 

Los gritos lastimeros de los caballeros resonaron por el amplio pasillo. Golpes, tropiezos, cuerpos enredados rodando por el suelo de madera. El ambiente se volvió incómodo en un abrir y cerrar de ojos.

 

Derek, que hasta entonces no había logrado articular palabra, se giró sobresaltado.

 

—¡Dijeron que no iban a venir!

 

—No-nosotros… esto… era por… eso. ¡Queríamos animarte por si no podías decir nada! ¿Sabes a qué me refiero?

 

—¡Exacto! ¡No estabas diciendo nada!

 

Los que se levantaban a trompicones recogían sus excusas con torpeza.

 

Derek, incapaz de responder a sus compañeros escandalosos, giró la cabeza con un chirrido. Su rostro estaba tan rojo que parecía a punto de estallar.

 

Sus labios se movieron una y otra vez, dejando escapar un murmullo tembloroso.

 

—E-e-e-e…

 

Y en el siguiente instante, cerró los ojos con fuerza. Sin dar tiempo a reacción alguna, se dio la vuelta y salió corriendo.

 

—¡No es nadaaaah!

 

—¿?

 

—Ay, qué imbécil…

 

Ries, ahora solo, no tuvo más remedio que quedarse mirando atónito la espalda que se alejaba, acompañado por un suspiro desinflado que no supo de quién venía. Juraría que, en el último instante, los ojos de Derek se veían húmedos como los de una vaca. ¿Lo habrá imaginado?

 

Fue justo entonces cuando Sepite regresó a su lado.

 

—Vaya, con esa actitud pensé que iba a confesar algún secreto tremendo.

 

El chasquido de lengua y el tono decepcionado dejaban claro que lo tomaba todo como un espectáculo divertido. Y no era el único que se acercaba.

 

—Disculpe… señor Elton, ¿podría preguntarle algo?

 

Un caballero se asomó tímidamente detrás de Sepite, con voz apenas audible. Por la ropa arrugada, parecía ser el que más había rodado por el suelo hace un rato.

 

Ries volvió en sí.

 

‘Cierto, ellos también estaban aquí.’

 

Asintió con suavidad.

 

—Claro. Si es algo que pueda responder.

 

—Entonces…

 

Aunque hablaba en susurros, sus ojos brillaban con entusiasmo. Los demás caballeros también se habían reunido en pequeños grupos, lanzando miradas tibias.

 

Uno de ellos tragó saliva con fuerza.

 

—¿Es cierto ese rumor?

 

—…¿Rumor? ¿Qué rumor?

 

No es que tuviera una idea clara de lo que podía ser, pero esto lo pilló completamente fuera de juego.

 

¿Un rumor? Ries frunció el ceño, desconcertado. Si preguntaban directamente si era cierto, debía tener que ver con él. Pero no tenía ni la menor idea.

 

—Ya sabe, ese que dice que usted…

 

Pero en ese momento:

 

—¡Gueeek!

 

—¡Perdón, perdón, señor Elton! ¡Olvídelo, por favor! ¡Disculpe las molestias!

 

—¿No se había ido? ¿Cuándo…? ¡Ack! ¡No puedo… respirar… no puedo…!

 

Como un cometa, Derek reapareció y agarró al caballero por la nuca justo cuando este iba a revelar algo. Luego, igual que antes, desapareció a toda velocidad, sin dar tiempo a nadie de detenerlo.

 

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Ries, que se quedó solo otra vez, miró al frente con expresión vacía.

 

—Tiene buena velocidad. Con un poco de entrenamiento, podría convertirse en un talento único.

 

—…

 

Lo único que quedó fue el extraño comentario de Sepite. Al final, Ries no logró averiguar cuál era ese rumor. Se sentía como un mapache que ha lavado su algodón de azúcar en agua y lo ha visto deshacerse.

 

Y ese no era el único problema.

 

—Hmm… hay algo raro.

 

Tal como había dicho Sepite. Algo… no encajaba. Era como haber perdido algo que no debía perderse. Y lo peor: no era la primera vez que sentía esa sensación.

 

Ries se detuvo a pensar. Más exactamente, empezó a repasar con cuidado todo lo que había visto antes de llegar hasta allí.

 

Susurros entrecortados, miradas furtivas, presencias que rondaban cerca como si quisieran hablarle pero no se atrevieran.

 

Era parecido al ambiente que había vivido cuando llegó por primera vez como asistente, pero había algo distinto. Una inquietud inexplicable le rozaba la barbilla como una gota suspendida.

 

—¿Pequeño?

 

—¡Meow! ¡Nyaang!

 

En cuanto se aseguró de que no había nadie cerca, cambió de forma y se lanzó a correr a cuatro patas.

 

No tuvo tiempo de explicarle nada a Sepite. Ries atravesó el largo pasillo a una velocidad que no podía compararse con la que tenía en forma humana.

 

Tenía que volver cuanto antes al despacho. Tenía que regresar junto a Justin. Esta vez no era el mismo tipo de intuición que solía guiarlo: era otra clase de impulso el que lo empujaba por la espalda.

 

—¿Señor Ries?

 

Y en medio del camino, como salido de la nada, se topó con un hombre.

 

¡Chirrido! Se detuvo por reflejo. El rostro del otro, cargado de cansancio como siempre, le provocó una extraña sensación de alivio… que duró apenas un instante.

 

Los ojos oscuros de Ketir recorrieron el entorno con calma. Parecía haber entendido que Ries volvía de un paseo, pero su expresión era más ambigua que de costumbre.

 

Ese rostro… lo había visto antes.

 

‘…Ese caballero tenía justo esa cara.’

 

El que había intentado preguntar algo antes de que Derek lo arrastrara. Y apenas lo recordó, Ketir lo miró con cara de “no puede ser” y preguntó:

 

—Yo quiero creer que no es cierto, pero… como se comenta, no está de más preguntar. Señor Ries, ¿es verdad ese rumor?

 

—…¿Meong?

 

¿Otra vez con el rumor? La misma pregunta que ya había escuchado. Pero esta vez, Ries por fin se enfrentó a la incógnita que tanto lo había inquietado.

 

—El rumor de que usted, señor Ries, está teniendo encuentros secretos con una dama encantadora en lo más profundo del palacio. Parece que no lo había oído.

 

¿Y la urgencia por volver? ¿Y el impulso que lo empujaba? Como si nada, su cuerpo se quedó congelado.

 

El gato frente a Ketir se había quedado paralizado por el impacto, pero él, sin notarlo, continuó hablando con su habitual tono cansado.

 

—Uf, ya me lo imaginaba. Parece que es solo un chisme sin fundamento. Pero igual sería bueno contenerlo antes de que cause revuelo en el palacio… Un momento.

 

Fue justo entonces cuando notó que la reacción del otro no era normal.

 

El rostro, ya pálido, se volvió aún más lívido. Una serie de suposiciones poco alentadoras cruzaron la mente de Ketir. Apenas logró articular palabra.

 

—…No me diga.

 

Sus ojos, ahora exigentes, se clavaron en el gato rígido como una estatua. Pero la respuesta no vino de él.

 

—Ejem… Me han descubierto, ¿verdad?

 

Fue una declaración tan inesperada como un rayo en cielo despejado.

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