El gato está en huelga - Capítulo 112

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La cabeza del gato, que yacía lánguido y sin fuerzas, giró con un chirrido. Fue justo entonces cuando comprendió las palabras de Sepite.

 

Tal como él había dicho, a lo largo del pasillo se acumulaba una luz blanca, suave y esponjosa.

 

Brillaba como los adornos preparados para una celebración, deslumbrante, delicada, casi entrañable. Aunque, salvo él, Sepite y los demás fantasmas, nadie más podría contemplar aquella escena.

 

‘Esto, sin duda…’

 

Al mismo tiempo, un recuerdo sepultado en un rincón de su mente comenzó a desbordarse.

 

Edler, poseyendo el cuerpo de Averitt, luchando con furia, y aquella masa de luz blanca que voló desde atrás, rompiendo la esfera. Una escena que jamás había olvidado se desplegaba de nuevo ante sus ojos.

 

La luz que había visto entonces y el rastro que tenía ahora frente a sí compartían el mismo color, la misma energía.

 

Llegar a una conclusión fue sencillo. El fantasma que últimamente lo seguía con insistencia y se comportaba de forma extraña, y aquella presencia desconocida que en el pasado le tendió una mano, eran en realidad la misma entidad.

 

Su suposición había sido acertada.

 

Ries avanzó como hechizado. Siguiendo las huellas grabadas con una amabilidad casi deliberada, siguiendo el tenue hilo de luz que calentaba la planta de sus pies.

 

Tras recorrer una distancia nada corta, se encontraron, sin saber cómo, en un lugar familiar. Sepite, que había volado tras ellos, observó los alrededores.

 

—Otra vez aquí.

 

El final de una escalera impregnada con olor a moho.

 

Frente a ellos estaba el desván del edificio de operaciones, al que ya habían acudido en dos ocasiones. Aquel cuarto que, según Justin, había sido como una prisión, donde pasó la mayor parte de su infancia.

 

Solo había cambiado una cosa: la figura de una mujer que, de pie frente a la puerta cerrada del desván, la contemplaba sin cesar. A través de su cuerpo semitransparente se veía con crudeza la pobre y desgastada puerta de madera.

 

—Yo…

 

Una voz quebrada se dejó oír.

 

—Nunca deseé algo así. Ni una sola vez.

 

Parecía un murmullo cargado de arrepentimiento, pero también una súplica tenue y contenida, lanzada al aire con la esperanza de que alguien la escuchara. Mientras Ries contemplaba su espalda, absorto, la mujer giró el rostro.

 

‘…¡¿?!‘

 

Ries se tensó de inmediato.

 

Una trenza de cabello castaño cayendo sobre su espalda, ojos como el crepúsculo, teñidos de un suave rojo coral… Su apariencia era serena y elegante, pero eso no fue lo que lo sorprendió.

 

—Hola, Ries.

 

Sus ojos evocaban a alguien. Y su sonrisa era idéntica a la de él.

 

—He querido hablar contigo desde hace mucho. No esperaba que vinieras a buscarme tú mismo… pero al fin puedo saludarte.

 

—…

 

—Soy Hillein. Hillein… Laufe.

 

Lo que se abatió sobre él fue una revelación inmensa. Sepite, que también contenía la respiración, murmuró como si expulsara un aliento largamente reprimido.

 

—Tú… ¿eras la madre biológica de Justin Laufe?

 

Ella asintió con suavidad.

 

Hillein Laufe, la madre que, según se decía, había muerto antes de que Justin naciera. A simple vista, no parecía haber ningún parecido entre ellos.

 

Pero eso solo lo pensaría alguien que no hubiese observado a Justin durante mucho tiempo.

 

Ries, que había permanecido a su lado durante un periodo nada breve, y que solía mirar el rostro de su amo cuando se aburría, sabía que compartían más rasgos de los que cualquiera imaginaría.

 

Las cejas rectas, los párpados finos, la forma abierta y clara de los ojos. Pero sobre todo, la sonrisa. La manera en que se curvaban los ojos al sonreír era sorprendentemente similar.

 

Y además, ese nombre: Hillein.

 

‘Me resulta familiar.’

 

Como si lo hubiera escuchado antes, en algún lugar.

 

Revolvió entre sus recuerdos. Desde los más recientes, retrocediendo poco a poco, escarbando en lo que estaba enterrado, saboreando cada imagen que emergía en su mente.

 

Hasta que finalmente lo recordó.

 

—Hil…lein…

 

La escena de aquel espíritu maligno que, mientras su cuerpo se deshacía y se convertía en cenizas, murmuraba ese nombre como un último aliento. Incluso sus ojos, los últimos en conservar forma, estaban impregnados de un profundo anhelo y pesar hasta el instante en que se desvanecieron.

 

Era como si una pieza del rompecabezas que creía perdida hubiera encontrado por fin su lugar.

 

Tras la muerte de su esposa, Edler había cargado a su hijo con una malicia tan cruel que ni siquiera podía pronunciarse, convirtiendo la infancia de Justin en un infierno.

 

Si el objeto de su odio y obsesión hasta el último aliento fue su hijo, ¿entonces quién fue el opuesto?

 

La respuesta era evidente. La persona cuyo nombre gritó hasta desaparecer por completo de este mundo: su esposa. Y ahora, esa figura estaba justo frente a él.

 

¿Qué clase de amor es aquel que uno desea recuperar, incluso si eso implica volverse infinitamente vil? Al mirar el rostro de la mujer, con esa sonrisa tenue, una pregunta filosófica que no parecía tener respuesta comenzó a rondar en su interior.

 

—Sí. Yo…

 

Pero en el instante siguiente, todos los pensamientos que clamaban en su mente se silenciaron. Ries miró, atónito, a la aparición que se había presentado como Hillein.

 

—Yo soy la madre de ese niño… de Justin.

 

Su expresión era sombría, y su voz, apagada, parecía a punto de extinguirse. Lo que captó la atención de Ries fue precisamente eso último.

 

Desde que aprendió a distinguir a quienes albergaban malicia hacia Justin, comprendió algo: las emociones más intensas, por más que se oculten y se adornen, nunca logran disfrazarse por completo.

 

Había ciertos rasgos comunes entre quienes él había observado: miradas obsesivas, respiraciones tan rítmicas que resultaban antinaturales, tonos de voz sutilmente exaltados… Pero en la mujer que tenía delante, no había ni rastro de todo eso.

 

‘Como si no odiara a Justin…’

 

Hasta ahora, Ries solo había conocido a dos parientes de su amo: su padre, Edler, y su tío, Averitt. Tal vez por eso había hecho suposiciones.

 

Pensó que la madre biológica de Justin también debía albergar sentimientos similares hacia él. Al fin y al cabo, aunque lo había dado a luz, fue su nacimiento lo que le arrebató la vida. Quizá, incluso más que los otros dos…

 

Pero aquello no era más que una conjetura. En el rostro semitransparente que tenía delante no había ni rastro de malicia, y Ries, sin pensarlo demasiado, abrió la boca y preguntó:

 

—Mmm… ¿Euh…?

 

‘¿No odias a Justin?’

 

La reacción fue explosiva.

 

—¡¿Qué?! ¡Claro que no!

 

—Euh… ¡ah!

 

Una respuesta tan vehemente que parecía que había escuchado algo imperdonable. La voz serena, la sonrisa elegante, la atmósfera melancólica que había mostrado hasta entonces se desvanecieron en un parpadeo.

 

‘Ahora que lo pienso, lo había olvidado.’

 

Recordó el grito agudo que resonó en sus oídos cuando, disfrazada de humana, logró atrapar a Hillein.

 

‘¿Fue un… ¡kyaa!?’

 

No encajaba con la imagen que tenía de ella hasta ese momento, pero ahora sí parecía más coherente.

 

…Aunque no era exactamente lo que esperaba. Como si hubiera decidido mostrar su rostro sin filtros, Hillein se dejó caer al suelo polvoriento en cuestión de minutos.

 

Ries miró con desagrado el vestido arrugado que se había encogido con ella. Aunque la ropa, como su cuerpo, no tenía forma física y no podía ensuciarse, el aspecto seguía siendo algo… incómodo.

 

En el rostro felino de Ries, compacto y expresivo, comenzaban a asomarse emociones sutiles. Hillein, con la cabeza gacha, murmuró con tristeza:

 

—Soy… soy una pecadora. No tengo derecho a odiar a ese niño…

 

—¿Pecadora? ¿Por qué? No pareces alguien que, como Edler, haya proyectado culpas inexistentes sobre su hijo ni lo haya maltratado. Incluso después de quedar atada a este mundo, has permanecido en silencio.

 

—…Edler.

 

Sepite ladeó la cabeza al escuchar el nombre, pero la reacción de Hillein fue inquietante. Su voz, cargada de una ira añeja, se derramó como veneno contenido.

 

—No puedo perdonarlo. No quiero perdonarlo. Lo odio con todo mi ser.

 

—…

 

—Mi hijo. El niño que nació de mí… aunque esté maldito, Justin era pequeño, precioso, hermoso. Lo sé porque lo vi. No con mis propios ojos, pero lo vi claramente.

 

—…Así que era eso.

 

El muñeco habló con voz hundida. Para entonces, Ries también había comenzado a comprender la historia detrás de todo.

 

La duda duró poco. Enseguida, su cuerpo comenzó a crecer. Como si absorbiera la luz del entorno, brilló brevemente y, en un abrir y cerrar de ojos, adoptó forma humana.

 

—¿Se quedó aquí porque quería ver a Justin?

 

Ahora que Ries se había acostumbrado a la presencia de los fantasmas (aunque fuera a la fuerza), había convivido con ellos el tiempo suficiente como para entender muchas cosas. Como los incontables apegos que los mantenían atados a este mundo.

 

Algunos se quedaban por odio, por deseos de venganza, por querer matar, por arrastrar a otros a su misma miseria… Había muchas razones oscuras. Pero también las había luminosas.

 

Por preocupación hacia sus padres. Por querer seguir cuidando, aunque fuera desde lejos, a un amigo que quedó solo. Por desear que su hijo siguiera adelante. Por no querer que el amante que quedó atrás se derrumbara por su ausencia.

 

Y entre ellos, seguramente había quien decidió quedarse en este mundo solo para ver el rostro de su hijo recién nacido, aunque fuera una única vez.

 

Ante la pregunta de Ries, Hillein bajó profundamente la cabeza.

 

—…Sí, quería verlo. Aunque fuera solo una vez, quería ver el rostro de Justin. Pero no podía dejarlo atrás…

 

“…”

 

—Después de ver su cara, quise verlo balbucear. Luego, quise verlo darse la vuelta, y después gatear… Caminar, hablar, sonreír bonito… Quería verlo todo.

 

Cada palabra estaba impregnada de un amor cálido y de una culpa silenciosa. Era imposible no entenderlo.

 

Lo que había mantenido a Hillein aferrada, lo que la había atado con fuerza a este mundo, era el amor. Ese amor de madre que Justin estaba convencido de no haber recibido jamás.

 

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